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Comer es algo natural, cubrir una necesidad básica como dormir o beber agua. A nadie se le ocurriría llenar de ceremonias y efectos especiales el irnos a la cama, pero con la alimentación ocurre algo muy distinto. Cada vez estamos más acostumbrados a recorrer los bares y restaurantes de moda, a descubrir el último plato fusión, esferificación o técnica novedosa que nos ofrece algo tan sencillo como alimentarnos de una manera alejada de lo tradicional.
Pues esto no es lo que vamos a encontrar en el Gato Blanco. El nuevo local del chef Federico Pian y la sumiller Yuly Reyes, algunas de las manos que dieron forma a la estrella Michelin del Monastrell, es el lugar perfecto para reencontrarnos con la comida de altura pero desde una vuelta a los orígenes, a las materias primas de proximidad y a las técnicas mediterráneas. Y no, no podremos degustar un ceviche, pero sí habrá encurtidos más de aquí, más de la tierra, la técnica que usaban nuestras abuelas para conservar las verduras, cremas de verduras para 'dipear' o más bien mojar el pan, pasteles y una variedad de recetas a las que lo autóctono no les quita lo excepcional.
Y es que ese es justamente el concepto del Gato Blanco, un local que nació sin nombre para alejarse de las ceremonias de los premios y para volver a lo básico, disfrutar de la buena comida, con técnicas clásicas y exquisitas a la vez. Es por ello por lo que Federico Pian pone todo su cariño en esa materia prima que llega directamente de los mercados y lonjas de la provincia. Desde el mejor pescado de temporada hasta el arroz para degustar un menú extraordinario pero sin grandes artificios.
Porque en el Gato Blanco no sabes qué vas a comer, solo que el menú degustación consta de seis 'snacks' o entrantes, un principal a elegir entre arroz, carne o pescado y un postre. Un menú por 32 euros en el que está incluida el agua, y que cuenta con su hermano pequeño para las noches por 28 euros. El resto depende sobre todo de la huerta y del mar, de los productos que den la tierra o el Mediterráneo en cada momento del año. Así que acercarse al Gato Blanco es un viaje por las frutas y verduras de temporada desde un hummus de brócoli o un pastel de berenjena en agosto a platos a base de alcachofas en otoño, la huerta manda. Otros como sus conocidos ravioli cuatro quesos -en los que no encontraremos ni un solo gramo de harina- son un clásico. «No podemos quitarlos», bromea la otra mitad de este negocio, Yuly Reyes.
Pero no toda la magia sale de la cocina de Pian. Reyes, la sumiller, es la otra cara de una moneda que no se entiende la una sin la otra. Y es que si el plato es importante el servicio y la atención al cliente hacen de comer en el Gato Blanco toda una experiencia. A las referencias más exclusivas de vino nacional e internacional se suma la apuesta de la casa, dos vinos, uno tinto y otro blanco, que seleccionan especialmente para sus platos y que sirven en una jarra de vidrio.
Yuly y Federico han puesto su alma en este pequeño local. Tras dejar la alta cocina querían volver a la base de la restauración, al trato con el cliente y la materia prima y a ver disfrutar a la gente en las mesas. Y justo por eso en el Gato Blanco está cuidado hasta el más mínimo detalle. En las mesas se sirve sin mantel, pero los cubiertos reposan sobre unos manteletes bordados a mano, con un pequeño animal. Los 'snacks' salen impolutos y perfectamente alineados en sus platos con todo lo necesario para disfrutarlos de un bocado.
Quizás suene sencillo decir que han comido un pastel de berenjena en un menú degustación. Pero el Gato Blanco es el lugar perfecto para descubrir que cada alimento tiene una textura y un sabor excepcional gracias al cuidado, de principio a fin, de todos los detalles. Que hay un saber hacer y una experiencia que hacen afirmar que este bocado u otros como la cebolla encurtida o la ensalada con alficoz tienen un sabor único.
Para entender la apuesta culinaria del Gato Blanco hay que conocer la trayectoria de las dos 'alma mater' de este local. «Nosotros hemos querido conectar con nuestros orígenes, los dos hemos estado en alta gastronomía en sitios de nivel, de mucha puesta en escena, de mucho postureo y nos hemos cansados los dos», explica Pian. Así que tras la pandemia buscaron otra cosa, «desconectar de algunos aspectos de la alta cocina y conectar otra vez con la comida y la sensación de sentarse a una mesa y sentirse cómodo».
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La clave del éxito es justamente ese bagaje que les ha llevado a formarse en los mejores restaurantes del mundo, un aprendizaje que ahora trasladan a un pequeño rincón de la playa de Muchavista de El Campello que parece sacado de una cala paradisíaca de Ibiza o Grecia.
La apuesta es clara, un viaje de reconexión con la gastronomía a través de los sabores de siempre y el producto de siempre. Eso sí, aplicando la imaginación, las técnicas y la experiencia culinaria de un chef que pone su alma en cada plato y un servicio que busca que volvamos a disfrutar de sentarnos a la mesa.
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