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Hace dos días el viento obligó a suspender la primera jornada. Quién lo diría, con el sol y el calor que reina hoy en el aparcamiento de Terra Mítica, esa explanada gris asfalto que se ha convertido, a lo largo de varias semanas, en un enorme estadio de tenis.
A sus puertas, miles de aficionados comienzan a agolparse para presenciar algo que puede ser una experiencia única en sus vidas. Las colas son largas y coloridas en los accesos para el público general. Más cortas, pero igual de coloridas en los tornos para los VIP.
En un rincón sin nada de glamour, un pequeño grupo de plumillas asistimos, casi hipnotizados, a los ejercicios de calentamiento que a menos de dos metros está realizando el ídolo del momento. Un tipo de melena envidiable, puro músculo bajo la piel bronceada y la camiseta roja. Unos privilegiados, pese a la incomodidad del lugar y la esclavitud del trabajo.
Desde la parte más alta de la grada hay vista privilegiada de la pista de tierra y también de la bahía, donde un cielo azul casi perfecto se refleja sobre el infinito del mar Mediterráneo, una lámina de agua inabarcable sólo rota por el inconfundible perfil de la isla, a la que rodean en su abrazo eterno la Punta del Cavall y el Tossal de La Cala.
Una estampa primaveral que en este día 8 de marzo es casi veraniega. El movimiento de los abanicos se torna cada vez más rápido a medida que se acerca la hora clave. El rumor de la grada, que hasta hace un momento era un batiburrillo de conversaciones cruzadas, empieza a animarse y los sonidos se tornan cada vez más acompasados. Un bombo que marca un compás al que siguen miles de palmas. Una trompeta que arranca un pasodoble inconcluso que se encargan de tararear miles de gargantas.
Y de repente, mientras el sol cae casi perpendicular sobre la tierra batida todavía virgen de pisadas, aparece él. Viene de ganar las cuatro últimas ediciones de Roland Garros y el año pasado se hizo leyenda al imponerse en el mejor partido de la historia del tenis para cortar la racha de cinco títulos consecutivos de Roger Federer en el All England Club.
Sus 1,85 de estatura se hacen pequeños ante una grada que parece crecer conforme suben los decibelios de los aplausos y los gritos. 15.000 espectadores abarrotan el recinto. Es la mejor entrada jamás registrada en el mundo para una primera ronda de la Copa Davis. Se escuchan todo tipo de gritos. Todos de ánimo. Todos de admiración. Y uno que vence a todos los demás: ¡Vamos Rafa!
Rafa Nadal es hoy, 8 de marzo de 2009, una de las grandes joyas del deporte patrio en una época en la que el 'soy español, a qué quieres que te gane' se ha convertido en la frase 'cuñada' más repetida.
Es uno de los héroes de la Davis de 2004, tan fresca en la memoria. Allí le ganó al americano Andy Roddick para que España sumara su segunda 'ensaladera'. El año pasado se convirtió en campeón olímpico en París.
Rafa Nadal salta a la cancha benidormense después de haber pasado por encima, 24 horas antes y en ese mismo escenario, de Janko Tipsarević para darle el segundo punto a España en los octavos de final de la Copa Davis.
Pero ahora, en su segunda presencia, el ambiente es muy distinto. Frente a él está Novak Djokovic, un serbio que en 2008 ha ganado su primer Grand Slam (Australia) y que los entendidos apuntan a que, junto a Nadal y Federer, marcará la mejor época de la historia del tenis.
El ambiente es eléctrico y durante el calentamiento Nadal parece estar contagiándose de él. Mientras el juez de silla hace el sorteo para el saque, el balear salta, brinca, simula movimientos con su raqueta. Todo lo que sea necesario para mantenerse en caliente… y para mantener activa a la grada.
A dos pasos de distancia, en su banco, las botellas meticulosamente colocadas. Las toallas plegadas. La bolsa con las raquetas de repuesto. Todo como a él le gusta. Colocado y recolocado mil veces.
Al fondo de la pista, presto para su primer servicio, se coloca el pelo, el pantalón, de nuevo el pelo, la cinta de la cabeza, una vez más la parte trasera del pantalón y, por si algo estuviera fuera de lugar, una vez más se lleva la mano a la cabellera.
Tres botes. Uno, dos y tres. Mirada al frente. Elección del punto exacto al que debe de ir la bola. Y esa esfera amarilla vuela hacia el cielo azul, llega a su punto de máxima altura y es impactada por una raqueta que la lanza a más de cien kilómetros por hora hacia ese serbio que no sabe todavía dónde se ha metido.
Quince años después de aquel partido, que acabó ganando Rafa Nadal por 3-0 (6-4/6-4/6-1) para darle el punto definitivo que supondría el pase a cuartos de final a España en la Copa Davis (que acabaría ganando para sumar su cuarto título), el tenista manacorí es, para muchos, el mejor deportista español de la historia y uno de los mejores del mundo.
Rafa Nadal ha sido, para muchos, la quintaesencia de lo que tiene que ser un deportista. Implacable en la cancha. Invencible, incluso, durante buena parte de su trayectoria. Irreprochable en su entrega y sacrificio. Modélico en sus celebraciones y ejemplar en la derrota. El espejo, en definitiva, en el que se han mirado tantos otros incluido su heredero natural, un tal Carlos Alcaraz que ya ha comenzado la construcción de su propia leyenda.
Ahora Nadal ha anunciado su adiós definitivo. Antes, un último baile, como aquel de Michael Jordan con sus Chicago Bulls. Una última oportunidad para hacer crecer todavía más su ya inmortal legado. Una despedida a lo grande en la Copa Davis, esa competición que lo trajo hace ya 15 años a Benidorm.
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