El diestro Morante de la Puebla tras el festejo taurino de la Feria de Otoño. EFE

Morante, una última puerta grande apoteósica

Tras una faena magistral al cuarto toro de Garcigrande premiada con las dos orejas, sorprende a todos con una decisión probablemente premeditada. También Fernando Robleño se despide en un ambiente de cariñoso reconocimiento

Barquerito

Domingo, 12 de octubre 2025, 21:49

Madrid. 7ª de la feria de Otoño. Fuera de abono. No hay billetes. 23.000 almas. Soleado, templado. Dos horas y media de función.

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Seis toros de Garcigrande.

Morante, silencio y dos orejas. Fernando Robleño, silencio y una oreja. Sergio Rodríguez, que confirmó la alternativa, aplausos tras aviso y palmas.

Iván García prendió al quinto dos pares extraordinarios.

AL CABO DE UNA vuelta al ruedo apoteósica -le había cortado las orejas al cuarto toro de la corrida de Garcigrande- Morante se apartó de su cuadrilla y se encaminó a solas y a paso lento hasta el mismo platillo. Ahí y entonces, se echó las dos manos a la nuca y con la misma despaciosidad con que había toreado se fue desprendiendo el añadido postizo que remeda la primitiva coleta distintiva de su oficio. Se acababa de cortar la coleta.

Esta tarde de Madrid, memorable por eso, fue la de su despedida y retirada del toreo. Es posible que la decisión estuviera tomada de antemano, pero, si fuera así, estaban en el secreto solo los íntimos. La reacción del público -plaza abarrotada- fue, primero, de sorpresa y tardía. Y, en seguida, de pasión desatada. La gente en pie rompió en ovaciones cerradas y en cadena. A la inmensa mayoría le estaba pasando la historia por delante.

Apenas media hora después, arrastrado el sexto toro y cumplida justo antes la despedida anunciada de Fernando Robleño, se echó al ruedo una multitud para pasear a Morante a hombros en una última vuelta al ruedo a paso de caracol y procesión. Más de mil costaleros cargaron con el ídolo venerado en un caótico desfile interminable de casi un cuarto de hora hasta alcanzar la puerta grande de las Ventas. Ya era de noche. Se repetía corregida y aumentada la tumultuosa salida a hombros del pasado mes de junio. A Morante le fueron arrancando los alamares del vestido malva y oro como quien sentía hacerse con una reliquia de un torero inigualable. Todo fue la señal de un fin de época. Sin Morante el toreo queda sumido en estado de orfandad.

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El último acto de la carrera de Morante estuvo teñido por una circunstancia insólita. Al dibujar en los medios un quite de chicuelinas de versión propia, Morante se vio cogido y volteado violentamente, cayó a plomo y quedó tendido boca arriba, inerte, los brazos abiertos en cruz. La conmoción fue general. Todo lo que venía Morante cuajando con el capote antes siquiera de haber salido los caballos de picas se había celebrando como una fiesta. Desde el recibo del toro con una tijerilla de rodillas en tablas hasta las verónicas de trazo ondulado que siguieron y, cosidas con ellas, las chicuelinas de ajuste mecido, traídas por delante.

Con la cogida llegó un paréntesis. Parece que Morante iba sin sentido cuando las asistencias lo llevaron en andas hasta el burladero de sol más cercano. Un largo rato tardó en recomponerse Morante, que al fin apareció pálido, pero entero, sano y salvo. No podía ni adivinarse con qué cuerpo iba a torear de muleta. El toro había cortado en banderillas. Se suponía que Morante no podría con su cuerpo. Y, sin embargo, y a pesar de dolerse ligeramente, Morante cuajó una de sus muchas faenas superlativas de los últimos cinco años, los de su estelar proclamación. Embraguetado por la mano derecha, a cámara lentísima, la mano suelta y baja, sutil toreo por los vuelos y traído el toro a la cadera. El canon de Morante y su toreo de compás. La embestida humillada y dormida del toro fue el complemento perfecto para tan rico ritmo y tanta belleza. Le costó a Morante cuadrar al toro. Cuando lo hizo, se perfiló en cortó y por derecho y enterró la espada hasta los gavilanes por el hoyo de las agujas. Rodó sin puntilla el toro. Y fue el delirio.

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El protagonismo de Morante venía de largo. El había sido el promotor del festival que a mediodía rindió homenaje a Antonio Chenel, Antoñete, de él había sido la idea de encargar y costear la estatua de bronce con su figura descubierta el viernes en la explanada de las Ventas y, además, a su reclamo se colocaron en el festival dos toreros tan singulares como Curro Vázquez y César Rincón, Con 74 años cumplidos Curro hizo una faena sencillamente maravillosa. Rincón se fue a la distancia para trazar cinco tandas ligadas de una garra incontestable. Morante no tuvo la suerte merecida, pero dejó huella propia en lances y muletazos sueltos.

La corrida postrera tuvo por coprotagonista, en otro rango, a Fernando Robleño, tratado y premiado con generosidad y largueza -una oreja del quinto toro, el mejor de los seis- y aclamado cuando sus dos hijos saltaron al ruedo para cortarle la coleta. Confirmó la alternativa Sergio Rodríguez con un toro que hizo el surco pero fue algo pegajoso para torero novel y estuvo firme con el sexto, cuando ya la gente estaba más pendiente de echarse al ruedo para aupar a Morante, que toreó por delante un monumental toro castaño que iba a cumplir los seis años dentro de un mes.

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