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Gatos, casas y turistas. Estos son quizá los elementos que embriagan el imaginario colectivo que muchos alicantinos tienen sobre Tabarca, además del interés por sus sabrosos calderos y platos tradicionales. Sin embargo, la única isla habitada de la Comunitat cuenta con innumerables secretos que permanecen ocultos a la vista de las miles de personas que a diario -sobre todo en temporada alta- desembarcan en sus costas.
El más importante es, quizá, el origen de la vida en el archipiélago allá por las últimas décadas del siglo XVIII, momento en que el rey Carlos III decidió fortificar y colonizar la isla para servir como punto de lucha -y evitar la ocupación- contra los piratas berberiscos que azotaban las aguas del Mediterráneo próximas a la bahía alicantina. Fue en esta época donde todo surgió.
Un intercambio de esclavos procedentes de otros territorios del Mare Nostrum -de tierras y aguas tunecinas con ascendencia genovesa- permitió poner en marcha la construcción de la muralla que rodea la costa de su zona habitada, así como levantar un «oratorio para que los trabajadores pudieran ir» a rendir culto. Una historia que casi 500 años después recuerda Antonio Ruso, uno de los descendientes de estas familias.
Es gracias a la casualidad y, también, a la generosidad de aquellas gentes que viven para compartir su patrimonio y su cultura por lo que TodoAlicante ha tenido acceso íntegro a la historia de la isla de Nueva Tabarca -refundada así tras la colonización- y a los lugares que, tan solo, sus primeros habitantes, y por ende sus generaciones más lejanas, tienen el privilegio de conocer y disfrutar.
Es el caso de la Iglesia de San Pedro y San Pablo, un templo levantado en el año 1775 a través de una primera construcción en forma de «oratorio» y cuyos orígenes permanecen ocultos bajo los grandes y profundos muros que conforman la actual edificación. «Cuando se terminó de construir el pueblo se vio que la ermita se quedó pequeña y se hizo esta», dedicada a los patrones del archipiélago.
Resulta difícil encontrarla abierta, tanto en temporada estival -solo los domingos de julio y agosto- como durante el resto del año que, salvo por alguna boda y la Semana Santa, sus puertas permanecen cerradas al público. No abren ni para velar a los muertos, pues el cementerio de la isla ya ha colgado el cartel de completo y está a la espera de que el Ayuntamiento de Alicante amplíe el terreno con nuevos nichos y columbarios para depositar las cenizas de aquellos que han tenido que ser despedidos en la península.
Sin embargo, este vecino de Tabarca tiene la suerte de contar con una copia del llavero que da acceso al templo. No por gusto, sino por el compromiso para con su isla, pues es tal su pasión por el patrimonio cultural que desde hace años se encarga de mantener y recuperar la edificación, igual que hace con los barcos que flotan sobre las piedras y la arena de sus calas.
Construida sobre la muralla que separa la tierra del mar, la sal es la protagonista de las paredes de la Iglesia de San Pedro y San Pablo. A simple vista no está presente en las miradas de los turistas que pasan por sus alrededores para contemplar la magnitud del templo. Es imprescindible descender a sus orígenes para darse cuenta de cómo el brillo del salitre, como si de diamantes y otras piedras preciosas se tratara, aporta un toque mágico a las antiguas bóvedas que sostienen su altar.
No es sencillo imaginar que allí, bajo la tierra, se expande un nuevo universo con olor a historia. Para descubrirlo, solo es necesario cruzar una puerta disimulada entre matojos y, con cuidado de no resbalar, caminar sobre una cuesta que desciende hacia los orígenes de la construcción. Empedrados, escombros y restos de antiguos materiales dan la bienvenida a este paraje de la época del emperador Carlos III que descuelga hasta llegar al nivel más bajo de la isla, copado de varias decenas de columnas que conforman las bóvedas.
Un ligero y plano sendero marca el camino que sus adentrantes pueden recorrer para contemplar aquello que en su día fue el primer oratorio de la isla. Un bosque de pilares y arcos de piedras que dan soporte a los pasos que, durante los domingos de verano, cruzan el altar mayor y los pasillos de este santuario. Entre ellos se aprecian las antiguas estancias. Desde la puerta principal, por la que accedían los antiguos trabajadores de la muralla, hasta los bajos de la casa del cura, de los que únicamente queda una tubería que conecta el sanitario con el antiguo aljibe que recorría las calles de la isla para dotar de agua de lluvia-recogida en pozos- a las familias tabarquinas.
Sin luz, más allá de las linternas de los móviles con las que se facilita el paso por esta gruta, es cómo se camina por el interior oculto del templo. Y es con el reflejo de las pantallas con el que brillan las paredes, pues es en estos bajos donde la ola rompe y sus gotas se adentran gracias a la porosidad de sus rocosas paredes, quedando ancladas por el resto de siglos a las piedras que, una sobre otra, sustentan parte de la zona.
Un emplazamiento, en cuyos pisos superiores descansan también los restos mortales de aquellos personajes que perdieron la vida en la isla, junto a muchos otros pobladores anónimos que en fosas perdidas yacen. Para su eterno reposo, se construyeron tres criptas ocultas para cualquier viajero, pues es la intimidad donde están depositados los restos del «ingeniero militar que construyó la torre, el párroco de la antigua iglesia, Juan Bautista Riverola, y algún militar», recuerda Antonio Ruso.
Más allá de los muros, bloqueados por piedras y escombros, dicen algunos de los vecinos que existe un camino que conecta la iglesia con el resto de la isla, hasta llegar más allá del faro. Sin embargo, la reconstrucción de casas y el paso de los siglos ha hecho que esta vía de escape sea más una leyenda que una absoluta realidad.
El mar pasa factura. La humedad también. No solo a las personas, también a las edificaciones, como ocurre en esta Iglesia. Pegada al mar, el oratorio se sustenta sobre las antiguas murallas que acotaban el acceso a la isla. Son el salitre, el roce de las olas y el viento los que acaban con la espectacularidad de un templo que tras su construcción marcó un antes y un después en la estampa de la isla.
No por sus grandes dimensiones, tanto en su cuerpo como en sus torres, las cuales se perciben desde las aguas del Postiguet, también por el paso de los años que junto a estos factores deterioraron el estado del monumento. Y también su uso, ya que «desde 2001 hasta 2010 la isla quedó sin Iglesia», pues en el año 2003 «la empresa encargada de su rehabilitación quebró y se paró hasta 2014«, detalla Ruso. Momento en el que la conselleria de Infraestructuras retomó el proyecto y concluyó con esta fase para devolver el templo a los feligreses.
Una escena que se ha mantenido igual, salvo ciertos detalles como el retablo principal que «era de madera y en la Guerra Civil se destruyó» al acceder «el bando comunista a quemar las imágenes y las puertas de entrada de madera». Un suceso que desencadenó en la reconstrucción de la talla a partir de los mismos elementos, como el yeso, que se emplearon en techos y paredes para ocultar y proteger, también, la cúpula de madera que corona la edificación, además de sujetar el escudo de Carlos III, «el monarca que liberó a los tabarquinos y los trajo a la isla».
De hecho, las campanas del santuario «se llevaron a Alemania durante su restauración, donde se fundieron para obtener la misma forma». Un arreglo fiel a su origen -igual que el toque manual- que permiten conocer en la actualidad cómo fueron los avances tabarquinos en una isla cuyos materiales y recursos eran el único sustento. Pues las piedras que forman sus muros y paredes proceden de la antigua cantera, como ocurre con las cristaleras de alabastro, una roca «que deja pasar la luz», por ello la luz del día dota de luminosidad al área rectangular, igual que en la noche la luminosidad traspasa al exterior.
Todavía quedan obras pendientes como «poner pladur en las paredes para aliviar las humedades» o reconstruir la antigua casa del cura. A pesar de ello, la fusión entre modernidad -por sus tonos blancos y relucientes entre paredes e imágenes- y elementos tradicionales perduran a la vista, pues al juntarse los pilares con el suelo, a través de cristales protectores, se aprecia el antiguo suelo de la iglesia para no olvidar nunca el origen de un pueblo que supo renacer por sí mismo.
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Laura Velasco | Granada y Álex Sánchez
Juan Antonio Marrahí | Valencia
Borja Crespo, Leticia Aróstegui y Sara I. Belled
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